miércoles, 13 de febrero de 2008

Pulsos

Quienes nacemos viejos acostumbramos mirar a la muerte usando gafas obscuras. Boccanera me lo ha dicho: lo poco que he vivido / me ha hecho perder / demasiado tiempo. Ya nada importa cuando en tan poco tiempo el tiempo pasó lento, demasiado lento: cada célula del cuerpo desarrolló cáncer para agonizar la estadía, de la misma forma en que eventualmente dejaré de vestir de negro para llegar a serlo, todo en un tiempo cero hasta el sepulcro, para llorar por una paz donde no existan los espejos (últimamente no sé reconocerme).
Compuesto por una mal ensamblada materia caótica, escupiré sobre Jacques Lacan: sé que en su diván La Parca habla dormida, la luz se esconde y nos observa detrás de las cerraduras. Me avergüenzo de aquella belleza que nadie quiere mirar, danzando sola por los vientres de la navaja, caminando ignota al filo de la memoria (enjugando lágrimas rojas que excretamos desde que perdimos la niñez). Me muero por hacerme una amputación y que se me escurra la luz, la gangrena en la carne que se quede en el consultorio, así –como siempre– estaré en ningún lado escuchando la fantasmal voz con sólo diez intentos para cortarme los dedos (ya han palpado lo suficiente). Mutilaré mis ideas y, sin dedos con que rascarme el cerebro, la comezón enloquecerá a mi mente. La locura me dejará, como yo al nacer la abandoné a ella; como ya desde ese entonces: con una estúpida sonrisa amarilla.
Trato de verme desenmascarado (si es que puedo lograr algunos segundos de sueño) en aquel tiempo abstracto de la nebulosa onírica. Mi rostro se desvanece con cada máscara que me retiro. Las he amado tanto que ya no me conozco. Sin máscaras, simplemente soy un extraño, alguien que me da la sensación de que está extraviado, loco, perdido de sí. Me han heredado el insomnio; son los lobos familiares quienes me han hurtado el sueño, por eso me paso penando las noches, huyendo de un universo muy lerdo, perfeccionando el oficio de ladrón para robar, al menos, una esponjosa nube gris de sueño al tempestivo Morfeo, un poco de su ominoso celo para ocultar mi deforme rostro al retirar la última falsa fachada.
Tengo miedo, miedo de nunca poder dormir y luego no lograr despertar, así que apagaré nuevamente las luces y el placebo goce masturbará a la delgada columna que sostiene mi integridad (por lo menos sé que mi corazón dejará de doler cuando se olvide de latir). Con la falta de sonidos se avecina el frío viento silencioso. En las bajas temperaturas de mi ánimo se entumece la voluntad y enmaraño ideas, frías cavilaciones, hélidas náuseas de la frivolidad de mis pensamientos. Me hiela el alma. No hay suficientes abrazos que me calienten por dentro –tal vez el sincero consuelo de una cuerda bien tensada–. Un solo movimiento pendular de un inerte cuerpo es el único indicio de vida o existencia. Desde ese momento se irán las lluvias y con ellas mi llanto seco. No existirá más el fango; mis sombras no nacerán desde el sucio, limitado cuerpo. ¿Puedo creer que existo si se escapa por todos lados mi yo? Por eso descanso en la cama con las piernas en la almohada, cubierto por un manto negro, acostado al revés. Dentro de sábanas obscuras, tengo la infantil ocurrencia de experimentar una profunda psicosis: mi norte se halla donde reposa la absoluta imperfección, los sensuales defectos que me alejarán de una lineal normalidad.
Ya no tendremos que hablar (es mi alucinatoria convicción).

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