jueves, 2 de abril de 2009

Fenecimiento

He sido cáncer en muchas ciudades, expansionista en cada uno de los zócalos con cada uno de los acentos, por un deceso, como un deseo.
Soy témpano cristalino y reflejante, agua llorona: risa ventosa como frío polar que ahoga la razón, susurro transparente en helados tímpanos. Soy los recuerdos polvosos arrumbados en las esquinas del embotellamiento neuronal, los triques incómodos olvidados en la memoria, no como un extraño, sino como un instante en los distantes entre sí, entre ellos.
Quienes firman orgullosos con nombres completos, en sus platos el manjar antecede a la ausencia y queda flotando, desmesurada, una evidente hambruna: buscan, famélicos e insaciables, que los complete los huecos hipotérmicos en sus mentes más lucidas, en los espíritus más templados y en los corazones más rebeldes. El resto –las sobras cuando se cerró en Entero– termina siendo mi rostro en religiosos banquetes festivos, latente (ilusoriamente lejos); contrabando enamoradizo en corazones limítrofes.
Así es, féretros míos (torpes con sentidos confundidos): los signos son forasteros; provienen fuera de su universo, irreales: en sus sueños diurnos los renguean hacia atrás y sus almas a bocanadas se atragantan de grandes nudos de humo.
He sido metástasis en ciudades blancas, consuelo turbulento ante una gozosa desidia, me miran a los ojos desde una precavida amnesia, me ignoran arropado con fétidas vestimentas, creyendo que la caridad adormecerá la insanidad que trafica en los callejones de sus venas, y eso que no soy rojo, en realidad no tengo color, me visto dependiendo la fertilidad de sus creencias.
Como un incómodo bochorno, me tiendo con ellos al suelo, enfrente y a un lado, cerca, sináptico, para escuchar en sus silencios lo estéril que fue su día...

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