Por las esquinas de sus ansias, los jóvenes, indolentes, muerden violentamente con filosos párpados las imágenes. Proyectan en su centro una jauría disputando el turno para violar a la infortunada hembra de la manada.
La animalidad vuelve espuma hidrofóbica a sus sangres.
Y los aullidos doloridos son polución que morba a sus excitadas ideas.
Hay palabras, y sus ecos, y perturbadoras intenciones, pero ningún sonido emiten, ningún soplo de letra (sólo una sutil lengua humedeciendo el deseo lo alude).
La violencia y el sexo inoculan en sus cabilas, montando un teatro interno que recreará la escena en cualquier tiempo
(Clandestino momento tratando de parodiar a la muerte).
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